La república incompleta. El billete no es la libertad

Escrito Por: Hugo Neira 1.789 veces - Dic• 29•15

Cuzco, tierra y muerte (1964). Esa obra se compone de dos partes: la primera es una serie de artículos que se fueron publicando en el diario Expreso, con un inmenso éxito mediático a medida que el corresponsal, no por azar autotitulado ‘corresponsal de guerra’ * , permanecía en el sur, cubriendo con su reportaje, en vivo, esa suerte de guerra civil entre campesinos, hacendados y el poder constitucional de este momento (gobernaba Belaunde Terry). La segunda parte es menos conocida. Debo decirlo ahora. Al volver de mi prolongada estadía, Manuel Scorza, con Sebastián Salazar Bondy, decidió reunir esas crónicas que no nacieron como un libro. Yo también, como Nietzsche, amo «los libros que se hacen solos». El segundo, Sebastián, me sugirió que a posteriori de los acontecimientos «redondeara las crónicas» —esas fueron sus palabras—, con una reflexión personal. En efecto, yo era joven (28 años), pero un joven que venía de esas tres formaciones: Historia, con Raúl Porras, experiencia en el Partido Comunista y el San Marcos de los años 60. Entonces, son una suerte de ensayos que aquí separamos y recuperamos. A saber: «Tal reforma, tal país», «La república Señorial», «La gran hacienda nos impide ser nación», «La clase ociosa». Se entiende que estando yo fuera, ya contratado, en París, por François Chevalier como investigador, en Lima, el Congreso, me hiciera un homenaje por mi veracidad y recibí el Premio Nacional Fomento a la Cultura de ese año (1965). Un premio que se daba a una obra y no como en el día de hoy, bajo fórmulas cortesanas. Hoy un joven desconocido no podría ganar ese honor.

Ahora bien hay quienes no entienden dos cosas:

1)    Sin oligarquía, sobrevivió la cultura oligárquica. La mala fama de la reforma agraria. No entienden que la nación estaba bloqueada hasta que una fuerza política inesperada, que Alain Rouquié ha llamado ‘una burguesía de sustitución’ (las FFAA revolucionarias del 68) hiciera aquello que era necesario: devolverlos a los indios del Perú el derecho a trabajar su tierra, para su propio beneficio. Cincuenta años más tarde, hay quienes todavía no entienden este punto de partida en el país.

2)    Por desgracia, nuestras costumbres no cambiaron. Es evidente que sobreviven malos comportamientos ‘manifestaciones ostensibles de nuestra vida pública’, el ‘señoritismo’, el ‘ninguneo’ provienen de este tiempo que asombrosamente no se ha modificado. Las clases dominantes han respondido —lo voy a decir con las palabras del joven Neira— ‘abúlicamente al reto republicano’.

Una sola pregunta: ¿Qué seguía después de la reforma agraria? Otro gran gesto de democratización hubiera sido la multiplicación de las grandes unidades escolares. ¿Por qué no se siguió con ellas? La República no lo es del todo mientras haya dos pueblos: el educado y el que no han querido educar. Ni el Estado. Ni la sociedad. No busquen el autor de la culpa. De la pésima educación, la culpa la tenemos todos. Y no se quejen, pues, del nivel deplorable de los pretendientes al poder legítimo que otorgan las urnas. Nuestros futuros dictadores serán más ígnaros que los caudillos a caballo del XIX peruano. Ojalá me equivoque. Después de Huillca, debieron haber recibido cultura, ciencias, conocimientos, sus hijos y sus nietos. Han nacido nuevos latifundios. Se llaman hoy universidades.

                                                                       ***

«TAL REFORMA, TAL PAÍS

En la Capital, el gran debate sobre la ley de reforma de la tierra, continuaba, punto por punto, enconadamente. El país seguía este debate sin dejar por eso de observar los acontecimientos del Sur. La opinión pública no se engañaba: en realidad se trata de hechos entrelazados. Las escaramuzas entre los sindicatos y la policía eran algo más que un simple episodio laboral o político. Lo que se discutía en el Parlamento era el Perú de los años inmediatos. Los campesinos, al negar con las recuperaciones de tierra la propiedad a los grandes latifundistas, procesaban no sólo al régimen vigente de tenencia de tierras sino a la estructura básica de la sociedad peruana. Removido por los asaltos a las haciendas, el universo estacionario que origina el latifundio y sus castas, se resquebrajaba.

    Por eso, se ha dividido tanto la opinión en los partidos políticos, las instituciones, los hombres, frente al problema de la tierra. No nos engañemos. Se trata de elegir, de optar. El tipo de reforma que se quiera implantar en el campo, señala el tipo de sociedad, uno y otro, que se desee para el país mismo. Tal es para un país agrario y minero como el nuestro, país encerrado en la trampa de las materias primas, la vinculación entre las relaciones de propiedad y el sistema mismo que rige la vida de millones de hombres. Cambiando éstas, se altera todo.

LA REPÚBLICA SEÑORIAL

Se puede vacilar en esta elección, porque la imprudente prisa puede llevar a optar por lo regular en vez de lo óptimo. En cambio, se sabe qué es lo peor y lo peor es ya lo establecido, el campesino desesperado, estragado por el hambre, por las enfermedades endémicas, en el círculo vicioso: tierra ajena —deudas al prestatario—, hombres sin tierra. Lo peor es lo actual. Así, todo cambio será para bien. Vivimos en el peor de los mundos posibles.

         La República ha sido cómplice de todo esto, uniendo su destino a un sistema: la concentración de la renta nacional en pocas manos, a los hábitos seculares de desdeñoso poder sobre el país, a la poca movilidad social, convirtiendo a la estructura política, en apariencia liberal, en una dependencia gigantesca de los Barones de la Tierra. Vivimos una República, no de iguales como lo quisieran sus fundadores, sino Señorial, y en una democracia de minorías, por lo tanto, fraudulenta. De ahí pues que algunas de las instituciones que surgen de este estado de cosas —Parlamento, partidos políticos—colaboren en la defensa del Statu Quo. El sistema segrega sus propios defensores.

     Es cómodo y responde a una natural tendencia de la menta humana, a la pereza ecléctica, pensar en soluciones intermedias. Pero la reforma de la tierra no es sólo una empresa de economía sino un acto de justicia. Incluso, olvidando que la defensa del Statu Quo conlleve un freno de todo el proceso de desarrollo democrático, sin el cual no hay el económico y el educativo, la solución intermedia se anula en sí misma. Sobreviviendo terratenientes y campesinos, los primeros continuarían en posesión del poder económico y por lo tanto, del político. Admitiendo un Estado imparcial, por encima de estos conflictos (sueño del liberalismo decimonónico) y que además este Estado se incline por la ayuda a los campesinos, prestándoles créditos técnicos, haciendo posible las granjas cooperativas, la promoción comunal, evitando la dispersión de esfuerzos de los pequeños propietarios, es necesario pensar que los latifundistas, aunque restringidos, poderosos, bloquearían una por una, las obras del Estado en apoyo de los campesinos. En el Perú se le contestó a un técnico de la Alianza para el Progreso, (Clarence O. Senior) aquello de que los campesinos no precisaban planes de alfabetización, pues «labraban la tierra tan bien como si supieran escribir».

       De ahí que mientras vean a sus amos en uso del poder que tradicionalmente el derecho a la tierra les ha conferido, el campesino no crea en la reforma de la tierra y proceda a realizarla por su cuenta y riesgo. Debe tener algo de razón, puesto que la mayoría las reformas agrarias permanecen en el papel en todo Latinoamérica, exceptuando Bolivia y Cuba.

     ¿Puede imponerse una clase a sí misma, una concesión que atenta tanto y de modo tan profundo su propia vida? La historia es el reino de la libertad, y esto es posible. Basta recordar la clase terrateniente inglesa y sus sacrificios para ingresar en la edad industrial, las grandes familias del Japón feudal que originaron y dirigieron el cambio hacia el Japón Imperial e industrial. La casta de donde procede Nehru, las legiones de Nasser, etc. No parece éste, sin embargo, nuestro caso. En una respuesta a un cuestionario realizado en las Naciones Unidas, se admite la amenaza de la frustración de todo cambio, por tímido que sea. «De acuerdo a la estructura económica y política del país —dice el documento— la reforma agraria será difícil. Los terratenientes, que serían afectados por cualquier medida económica, administrativa, legal o social, se opondrían violentamente a su realización, y su influencia económica y política es poderosa en grado sumo …»

LA GRAN HACIENDA NOS IMPIDE SER NACIÓN

Pero no seremos una nación hasta que dejemos de ser la suma de la gran propiedad. Francia moderna sólo es contada a partir de que Bailly contesta: «La nación reunida en asamblea no puede recibir órdenes». ¿Contra quiénes estaban? Por la nación en contra de los derechos señoriales. Eso es 1789. Nuestro caso es más grave. La fuerza de seducción de los privilegios no aparece en forma legal, pero ejerce su predominio. Por eso Janio Quadros, sólo pudo llamarlos «las fuerzas oscuras». Como los cuerpos opacos en astronomía, ejercen influencia sin aparecer. Raúl Porras, en su carta de renuncia, no pudo sino llamarlas: «influencias extra-constitucionales».

      Dicho de otro modo: la estructura feudal agrícola impide la democracia rural, regional y aun nacional. La hacienda es un Estado dentro de otro Estado. Situadas en puntos lejanos, ellas constituyen sus propios sistemas de venta, de consumo interno, e incluso, de transporte. El hacendado se interesa por el ferrocarril y el camino si éstos lo acercan al gran puerto exportador. Las rutas locales, los caminos internos que unificarían a nuestra diversa humanidad, no son necesarias. El desarrollo a escala regional queda abandonado. No le interesa el consumo interno y por lo tanto, no hay vías entre la hacienda y el mercado regional. La casa-hacienda se ilumina con motor a gasolina. Por eso, no se interesa en la electrificación rural. Las autoridades locales obedecen sólo al gran propietario, el poder más fuerte que conocen. La capital está lejos. Es un cuadro social, viejo, varias veces denunciado. Afecta a todo el país, agudiza nuestros males. Pese a la continua censura, de dentro y de fuera, no ha sido cancelado. ¿Por qué esta cerrada negativa para la reforma? Porque es algo más que un cambio en el sistema económico del Perú.

     Falta, pues, examinar las relaciones concretas entre esta sociedad de grandes propietarios y los hábitos de mando en la clase dirigente, impactada por esta experiencia de administración de bienes raíces. Entre las manifestaciones más ostensibles de nuestra vida pública y la vida al parecer, inocente y sencilla de una gran hacienda, hay lazos no por sutiles, menos estrechos y reales. Veamos las cosas en su totalidad, en su intensa complejidad de cosas, grupos sociales y conductas.

      La gran propiedad sigue dando, a quien la posee, poder y prestigio. Es el origen del patriciado señorial. Y sus hábitos mentales corresponden, de modo general y conductivo, a los que se ejercitan dirigiendo una hacienda. Hábitos, por lo tanto, de tutoría legal frente a un país juzgado como menor de edad (el gusto por las persecuciones y los ciudadanos a medias). Paternalismo y jerarquías sociales inconmovibles es otro rasgo de la influencia de la manera de poseer sobre los modos de mandar en los poderosos del Perú.

      Quien nazca en una condición social en la hacienda en ella muere. Igual, piensa el patriciado, sucede en el país. Las haciendas forman señoríos económicos autárquicos. El país —nación— lo representa el juez, el destacamento policial, el gobernador, puestos a su servicio. La inteligencia la encarna el humillado maestro-escuela. La oposición es la de los forasteros. De ahí, la falta de respeto al Estado, que es suma de los estados-haciendas, a los intelectuales o la acusación de que toda idea de libertad, justicia social o de cambio que altera sus privilegios, tiene que ser, necesariamente, extranjera. Dentro de los límites de la hacienda o del país, se piensa, no puede nacer la rebelión.

     Somos un país con un Poder Central —léase Gobierno— débil ante la asamblea de los propietarios. Cuando el Poder Central cae en manos de reformistas, ocurre como a los tímidos reyes medievales, que si intentaban disminuir el poder de los señores de la Tierra, eran irremediablemente derribados. Somos una nación frustrada, porque no somos una empresa colectiva, sino una permanente improvisación, porque no formamos un pueblo en forma sino un universo de dispersos siervos bajo la complicidad de una geografía disolvente; porque no nos comanda una élite con conciencia de la justicia y de las responsabilidades del poder, sino los representantes estériles de una clase ociosa. La Gran Hacienda impide la nacionalidad. En vano, nos presentamos como un país con delegaciones diplomáticas y sistema bancario y comercial al día, cuando el motor de nuestra historia se filia en edades y maneras colectivas, que no son de este siglo.

    Por la Gran Hacienda, somos una sociedad tradicional. Los usos de la tierra penetran profundamente nuestra vida, aun la más contemporánea. Entre «el ninguneo» y «el señoritismo» oscilan las relaciones humanas. Es típico de los países agrícolas más viejos del mundo, el caso de la India, que las relaciones personales carezcan de la impersonalidad en el trato entre los hombres, de las sociedades evolucionadas en las que la escala de valores se constituye sobre la eficiencia y no sobre el origen social. Entre nosotros, aún los individuos están adscritos y dependen de su nivel social, del clan local o de la familia. O del amigo influyente o de la lealtad al superior. La vida en nuestras ciudades se ajusta a valores no ciudadanos sino feudatarios. Un puesto público o un trabajo no se asigna de acuerdo a consideraciones funcionales de beneficio mutuo (patrono y obrero). Sino por el contrario, priman los códigos de amistad, de lealtad regional o familiar o de situación jerárquica. Se prefieren las relaciones señoriales (mundo feudal) que las relaciones abstractas (mundo capitalista o socialista). Así es como muchos hacendados se oponen a la formación de sindicatos, esto es: a la aparición de entidades de relación altamente abstractas o impersonales. Afirman que los braceros no las necesitan para lograr sus derechos. Para ello, creen, está el trato directo, personal. En realidad, se sienten incómodos ante una sigla. Esta carece de rostro, de antecedentes, de padre y madre, de recuerdos y afectos que puedan servir para ablandar al contendor social. En cambio, el bracero como persona, es más dominable. Se llama Juan Zúñiga, el señor Feudal lo llevó a la pila bautismal. En cierta forma, le debe la vida, lo que es.

     He visto como muchos hacendados se oponen en el campo, al sindicalista, con la misma santa indignación que un Patriarca del Antiguo Testamento viese que alguien intentase sindicalizar a sus concubinas o a sus hijos naturales.

     Si la hacienda influye en los modos de vida peruana, la imagen del buen padre, del patrón bondadoso prima y decide cierto estilo político nuestro al cual regresamos de una y otra forma. De ahí, pues, el origen de muchos mitos políticos como el culto al hombre fuerte, al jefe. «Fulano es el hombre» dice el pueblo, para expresar su acatamiento al prestigio de algún caudillo. De aquí se origina la aceptación casi sin repulsa para con las dictaduras paternalistas, la ausencia de espíritu de libertad y democracia, que son fruto de las ciudades, los propietarios libres y de la clase obrera, es decir, entidades emergentes y aún débiles en nuestro país. La intolerancia y el despotismo de algunos dictadores nos recuerda un poco al Señor Hacendado, con fuete y mando total de vidas y honras. Para satisfacer la demanda de orden de un país impedido de ser nación, sumergido en una elemental economía de haciendas y minas, nada más sencillo que el orden elemental de nuestras periódicas dictaduras. Una gerencia que garantice la paz interna y la venta de los productos en el mercado, no es todo. No hay metas. Estamos fuera del reino de la historia.

LA CLASE OCIOSA

No hay más que dos tipos predominantes de agricultura: la de plantaciones, o latifundios; la de los campesinos pobres y comunidades, o minifundios. Entre ellos, existen escalones intermedios de organización. Pero la mayor parte de la tierra fértil es cultivada en las plantaciones del gran latifundio o destinada a la cría de ganado. En algunos casos, se subdivide en lotes menores para ser arrendados en condiciones onerosas para los pequeños agricultores.

       En resumidas cuentas: el campesino es casi siempre el habitante de la tierra, desposeído de la propiedad de la misma. Los dueños de la tierra cultivan el ausentismo patronal. Son los maharajás peruanos, viven los altos niveles de consumo y gozo de una existencia que Occidente ha exportado, sin que ellos hayan provocado el milagro de la producción masiva ni acepten, en esta periferia económica, las responsabilidades de la heredad.

     Adoptan un lujo, un confort, que compran e importan, lo que les proporciona una apariencia de modernidad, de estar al día, a estas minorías refinadas, autoritarias y parásitas. Esta clase social no acepta convertirse en clase capitalista, porque para ello tendría que ahorrar y exigirse sacrificio y austeridad. Viven, por lo tanto, lejos de sus propiedades, manejadas a control remoto, sujetas a sus cuentas bancarias por la tenaz acción del caporal. Quedan así, aislados del riesgo de la vida, del país mismo,  habitando el milagro de las campanas neumáticas urbanas en las zonas residenciales de nuestra Capital. Y esta secreta deshonra que no dicen los barrios residenciales quizás sea «lo horrible» de Lima. El poder del dictador de turno o la presión de grupos que la Constitución no señala, vigilan, mientras se continúa la siesta señorial, que este cuidadoso mecanismo de privilegios y canonjías, no se altere. Así, la clase ociosa peruana, de origen agrario ha respondido abúlicamente al reto republicano. Debieron convertirse, durante el siglo XIX y parte del XX, en una clase industrial, capitalista y burguesa. No lo han hecho. Y el drama de hoy radica en que impiden que otras clases emergentes cumplan con el rol que ellos desdeñaron, en nombre de un curioso aristocraticismo que los alejó del uso de la libertad democrática y sus responsabilidades.»

                                                             […]

«En algún momento llegaron a decir: «Causachu Expreso» ¿Qué hay detrás de este grito? El fin de un mito: la pasividad de las masas. Cuando los escuché, comprendí que eran sindicalistas como podían también provocar un movimiento religioso como los Cristeros, o como podían seguir a un gran agitador como Zapata, o integrar un ejército campesino como el de Mao, o aceptar un máximo rol histórico, alterando la forma actual del Gobierno, como en el caso de sus hermanos de Bolivia.

   Los que dicen causachu lo pueden todo. Es cuestión de tiempo. Pero la integración de este mundo de hombres y mujeres indios al país oficial, solo es cuestión de maneras, de procedimientos. Un hecho fatal se avecina: o el país asimila a estos trabajadores o ellos harán pedazos el régimen que por tantos años los ha menospreciado.

   Fue un espectáculo inolvidable y un suceso histórico presenciar en el Sur la afirmación de estos millares de campesinos vivando organizaciones que en la capital hallaban extremistas.

   Con las manos en alto, gritaban causachu. Una férrea disciplina, lealtad absoluta a sus jefes, unidad en los propósitos, mezcla de acción pacífica y violenta, los sindicatos están en vías de cambiar todo el reparto político de los grandes partidos, al convertirse, por obra de la urgencia de cambio en el país, en el mayor de los partidos políticos del Perú.

   Y aunque el analfabeto no vote, su peso decidirá el futuro inmediato del Perú. »

*   http://www.bloghugoneira.com/wp-content/uploads/2012/02/Expreso.Ene_.63.jpg

 

Hugo Neira, Cuzco: tierra y muerte, 1° edición, Populibros, 1964. Reeditado en el 2008, Ed. Herética, Lima, pp. 101 a 103.

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